De un país en el que las batallas entre guerreros y soldados todavía podían perderlas los soldados, de allá viene la película que veremos a las ocho del martes, en el cine-club de La Morada. Tras bregar con la puesta en escena silogística de Elia Kazan, vamos a lavarnos los ojos con John Ford.
Fort Apache es de 1948, principios de la Guerra Fría, y de 1870 y pico, finales de la Guerra de Secesión, principios de las «Guerras Indias». Los militares siguen teniendo trabajo, por ejemplo guardando fronteras. En el puesto fronterizo de la película reclutas, oficiales, veteranos, inmigrantes, mujeres, maridos, madres, padres y demás predicados, a veces mezclados, viven en armonía. En relativa armonía incluso con su afuera, los apaches. Igualados en su servidumbre, que es voluntaria. Y por más que en el ejército se trate de hacer del hombre un «tipo», resulta que encontramos varios tipos de hombres, escala 1:1, por cierto, cada personaje, un tipo singular. De hacerlos aparecer, de sacarlos del anonimato, se ocupa Ford. Este alegre y delicado equilibrio se romperá con la llegada del teniente coronel Owen Thursday. Criado en West Point y recreado en Europa, capaz de someter la realidad a sus concepciones-aspiraciones (desea la Gloria así, con mayúscula, y la logrará: Print the legend), Thursday es un jefe, y un jefe sólo se justifica por quienes creen en él. Y los soldados de Fort Apache creen. Sus vidas son el sistema y la vida no se cuestiona. Lo que no debería ser, nos decimos, nos diremos quizá mañana, es, y es desgarrador.
Al final de Fort Apache, cuando John Wayne mira la caballería a través de la ventana, sentimos que vuelven a partir hacia el matadero. No hay ninguna escena de sadismo cuando Ford filma la guerra, jamás el mínimo trazo de complacencia. Nunca veremos a un tipo ensartar a otro. Cuando Ford siente fascinación por el teatro militar, hace de él un ballet, es algo totalmente distinto. No hay fascinación ideológica.